lunes, 2 de septiembre de 2013

Hijo de padres separados

La primera toma es a las manos de Carlos, a sus dedos moviéndose con rapidez, apretando botones, gruñendo con la boca abierta, tirando el control del Nintendo al piso, lleno de rabia, lleno de nostalgia. Super Mario había chocado nuevamente con un koopa, haciéndolo perder otra vida más en el juego. Haciéndolo perder todo. Game over para Super Mario. Game over para Carlos.

En la segunda toma se puede ver a Carlos sentado en la orilla de la cama, con el Nintendo apagado. Con la mirada pegada al piso, golpeando sus manos contra sus muslos, imaginando que son percusiones. Con el estómago que le suena porque tiene hambre, con las manos que le sudan porque está ansioso, con el sonido del timbre que resuena por toda la casa y que lo hace moverse rápidamente hacia la puerta de entrada, saliendo hacia el antejardín, abriendo la reja del portón y abrazando con todas sus fuerzas a su hijo pequeño. El que tuvo con Victoria hace unos 5 años, cuando todo estaba bien. Cuando podían comunicarse, sin tener que empezar a putearse por cualquier motivo. Victoria se despedía de Mike, le daba un beso en la mejilla y le decía que se portará bien, luego se alejaba. Carlos hacía pasar a Mike hacia el antejardín y luego se quedaba plantado ahí, mirando como Victoria caminaba hacia la esquina de la calle, abría la puerta de un auto y se sentaba en el lado del copiloto. Carlos cerraba los ojos y daba la vuelta, no quería ver quien estaba en el otro asiento.

O por lo menos es así como yo me imagino las cosas que no vi. Con mi papá estando destrozado por la separación, pasando las tardes jugando el viejo Nintendo que mi mamá le había regalado, siendo la víctima y no el victimario, no el culpable. De hecho, una vez hablando con mi mamá cuando ya tenía unos quince años, le pregunté sobre aquella imagen que tenía en la cabeza y me dijo que nunca había sido así, que ella esa vez andaba sola, que de hecho fue la única vez que me fue a dejar a la casa de mi papá ya que a él le correspondía irme a buscar, y no al revés. También me dijo que la escena de aquella vez, la situación, era totalmente distinta a como yo me la imaginaba. Qué Carlos era el que estaba con otra persona y que en ese tiempo a mí papá le cargaba verme. En fin, hasta el día de hoy, con respecto a lo que mi mamá me dijo, nunca supe si era verdad y nunca lo sabré. Para mí, ella era la que estaba mintiendo, pero en temas sobre padres separados jamás se sabe la verdad de las cosas. Siempre hay alguien que tiene que quedar peor que el otro.
Sin embargo, los mejores momentos de mi infancia los pasé con mi papá, quizá por eso es que siempre lo defiendo más que a cualquier otra persona. Y por lo mismo es que tengo un recuerdo junto a él que jamás se me ha olvidado.

Cuando yo tenía ocho años de edad, con mi papá solíamos pasar tardes enteras viendo dibujos animados en la tele. Él a pesar de tener más de 35, seguía viviendo con su madre, mi abuela. En una casa que estaba justo en el centro de la ciudad de La Serena. Al frente de un colegio para retrasados y al lado de un hostal que en su frontis estaba rayado completamente con graffitis. Garabatos que no tenían nada que ver con los dibujos que veíamos en la tele. Nada que ver con el especial de Bob Esponja en el Nickelodeon, ni nada que ver con la idea que tanto a mí como a mi papá se nos había metido en la cabeza, aquella tarde de sábado donde no teníamos nada útil que hacer.

Recuerdo muy bien que mi abuela no estaba en la casa, alguna de mis tías la había llevado a un bingo que una de sus amigas había organizado, y es por eso que estábamos solos, hambrientos y sin dinero alguno. En ese tiempo mi papá no hacía nada más que holgazanear. Como vivía con mi abuela, no tenía ningún gasto y por consiguiente no tenía plata para poder gastar. Por lo mismo es que al escucharme rogándole de que saliéramos, que fuésemos a comer al mall o que hiciéramos cualquier cosa que requería de un gasto, decidió dejarme por un momento solo en su pieza, caminando hacia la pieza de mi abuela, encerrándose por un momento, para luego salir con una sonrisa gigante en la cara, diciéndome que llevara la toalla para la playa, que íbamos a salir. Yo sabía que le había robado a mi abuela, pero en ese momento no me importó. Según yo, mi papá estaba haciendo un acto heroico.

Cuando llegamos a la playa, recuerdo que el sol estaba más fuerte que nunca. Mi papá de hecho después de dejar el auto estacionado a las afueras de un hotel que estaba repleto de turistas, se puso unos lentes de sol que eran enormes y se sacó la polera. Me dijo: “Hueón, ya po, dime cómo me veo”. Y yo le dije: “Viejo po”. Y ambos nos matamos de la risa. Eso era lo mejor de la relación con mi papá, nos tratábamos como si fuésemos mejores amigos, como hermanos. Él creía que esa era la fórmula y la verdad es que siempre le resultó, hasta ahora.

Lo que vino después fue lo que hacíamos siempre cuando íbamos a la playa. Primero estirábamos las toallas en la arena, nos tirábamos arriba de ellas y nos echábamos bloqueador. Bueno en realidad el único que se echaba bloqueador era yo, mi papá es de esa generación en donde el bronceador que te deja la piel color zanahoria era lo más grosso, lo más neto. Luego nos levantábamos e íbamos a jugar a las paletas. La imagen era así, mi papá caminando delante de mí mientras yo iba detrás arreglándome el traje de baño para que no se me cayera. Recuerdo que esa vez conté las pecas que tenía en la espalda: doscientas veintitrés. Así de preciso fui y lo recordé hasta el día de hoy. Su espalda era gigante, como la de un nadador, bien cuidada y de un brillante color naranja, color zanahoria. A pesar de eso, las pequitas color rojo que tenía igual resaltaban, tanto así como la pelada de un viejo gordo que también estaba jugando a la paletas con su hijo, pero estaba más adelante que nosotros. Recuerdo que él fue al que le achunté. Precisamente en ese espacio horrible sin pelos, ahí en la franciscana. Lo más cómico es que nunca se dio vuelta para mirarnos feo o para retarme. Yo creo que se murió de vergüenza, más aún con la risa de mi papá como soundtrack de ese tan absurdo momento. Yo a primera instancia no sabía si reírme o quedarme callado, pero cuando vi a mi papá, a Carlos Ramírez, el mejor papá del mundo, tirado en el piso, riéndose como un niño de ocho años, al igual que yo, fui corriendo hacia él y me tiré a su lado, sintiendo que la risa me provocaba un dolor tan fuerte en el estómago, que por un momento llegué a asustarme, pero luego se pasó y me relajé, me quedé al lado de mi papá mirando el mar, siendo cómplices de como un borracho se bañaba con ropa y gritaba al viento: “Soy un gato rosado y alcohólico, soy un gato rosado y alcohólico, soy un gato, rosado, alcohólico, soy, un” y luego se hundía, y movía las manos y de repente se sentía sobrio, y gritaba que lo ayudaran que se estaba ahogando. Y yo que me preocupaba, pero mi papá no, se reía, le provocaba risa, no entendía por qué pero siempre todo le causaba gracia. Lo más raro es que al rato después lo veía pausado, reflexivo, como melancólico. Siempre teniendo esa actitud bipolar. Recuerdo que una vez alguien me explicó que eso era normal, o casi normal. Qué a todos nos pasaba de vez en cuando, pero de una forma u otra, sentía que lo de mi papá era diferente. Él era un ser especial. Tan especial que al verse con un montón de dinero en las manos, siempre la gastaba de inmediato. De hecho, ese mismo día, después de ir a la playa y ver como sacaban en helicóptero al borracho que se estaba ahogando, fuimos al supermercado y se gastó toda la plata que tenía en golosinas. En chocolates y bolsas de frugelés, en papas fritas y en una Pepsi de tres litros. Para de esta forma quedar nuevamente sin nada de dinero, en la precariedad absoluta. Esa es la palabra: precariedad. Siento que esa es la palabra que podría definir a mi papá en aquel tiempo. Cuando pasaba las tardes solo junto al Nintendo, mirando como Super Mario se moría una y otra vez, y luego volvía a aparecer como si nada hubiese pasado. Cuando me tenía junto a él sólo unas horas. Cuando se gastaba todo el dinero que le había robado a mi abuela en golosinas, para luego terminar comiéndoselas él solo. Mirando desde el portón de la casa del centro de La Serena como yo me subía a la parte de atrás del auto de mi mamá, en donde levantaba la vista y me percataba de que ella siempre había estado en el asiento del copiloto, en donde me percataba de la existencia de aquella sombra negra que estaba al volante, que no me permitía despedirme de mi papá, que no me dejaba ver cómo nos íbamos alejando el uno del otro.


lunes, 19 de agosto de 2013

Rutina

Todo comienza con un primer plano a la chapita de color rojo que Carlos lleva pegada en el lado izquierdo del pecho. En ella dice Carnaby's tea, especialistas en té. Carlos le sonríe fingidamente a su último comprador, mientras hace sonar la caja registradora, mete el dinero y entrega el vuelto. Su día ha concluído, y por lo que se puede ver en su cara, de seguro fue una mierda al igual que todos los anteriores. Aún así, hay algo en la actitud de Carlos que lo hace ver más abrumado de lo normal. Sus pasos son lentos y débiles, con los ojos pegados al piso, como si fuese un arruinado anciano que sabe que ya no le quedan muchos días de vida.

La cosa es así. Carlos el día anterior a este, el recién pasado Martes, se vio involucrado en una situación escandalosa, y las situaciones escandalosas le molestan más que cualquier otra cosa en el mundo. La ex novia del tipo que trabaja en el turno de la mañana en la tienda de té, vino llorando hacia Carlos, rogándole que por favor lo ayudara a recuperar a su ex novio, a Omar, quien sin explicarle el porqué, de un día para otro la había dejado. De hecho, aquello sucedió justo el día antes de que ambos cumplieran un año de estar juntos, cuando Marina - la mujer de la que estoy hablando - había reservado una mesa en un restaurant de comida italiana, y le había comprado la colección "Enemigo del estado" de Wolverine, que Carlos tanto había buscado pero no había encontrado en ninguna parte. Mientras Marina le contaba entre lágrimas todo lo sucedido, Carlos enfocaba toda su atención en los restos de comida que Marina tenía pegado en los dientes. Le parecía gracioso. Le provocaba especial gracia el hecho de que ella estuviese hablando de algo tan serio, y los restos de comida le quitaran esa seriedad a la situación. Carlos rió bajito, así como con la nariz. Marina le preguntó qué era tan chistoso y Carlos le respondió que nada, que solo era un tic. Marina lo miro extrañada, se tapó la cara con las manos y en un acto de desesperación, se arremangó las mangas de su chaqueta y le mostró a Carlos las marcas de los golpes que Omar le había propinado hace un par de semanas. Marina habia logrado que Carlos prestara atención, de hecho éste estaba tan concentrado en los brazos de ella, que se había incomodado un montón, llegando a sudar y a quedarse tan perplejo, como en mucho tiempo no lo había estado. El color morado de las marcas le habían apretado el pecho. Carlos llevaba una vida tan rutinaria, que situaciones como estas destruían el orden de su mundo. Por lo mismo, apenas Marina le dijo que necesitaba de su ayuda para recuperar a Omar ya que no tenía a nadie más a quien recurrir. Carlos había aceptado sin ni siquiera reflexionarlo antes. Dejándolo sin oportunidad de reclamar. Con un problema que no necesitaba, que lo iba a dejar con la mente tan desgastada, que todo su cuerpo iba a funcionar de igual manera. Por eso es que ahora, éste día Miércoles ya terminado el trabajo, Carlos camina hacia a su casa con la mente ennegrecida, esquivando a las personas que pasan a su lado e ignorando a un par de vagabundos que solían pedirle dinero. Carlos estaba como anestesiado, no entendía lo estúpido que había sido involucrándose en una situación que no le incumbía. De hecho, al momento de pararse en la cocina y ver la comida que había comprado, ni hambre tuvo. Lo único que atinó a hacer, fue sentarse en la orilla de la cama y llamar a su novia Victoria. Le habló de lo que le había pasado y ella le dijo que tratara de no meterse en problemas, ambos se dijeron que se amaban y después de 10 minutos de conversación, Carlos había apagado las luces de su pieza y se había metido bajo las tapas de la cama. Sin poder quedarse dormido, con la mirada fija en una mancha que estaba en el techo. Tratando de darle algún significado, algún sentido. Pero nada realmente creativo se le vino a la mente.

Y un bostezo seguía a otro bostezo. Nadie había entrado en la tienda desde hace horas y la tarde del Jueves se estaba volviendo un tedio para Carlos. Ya se sentía más calmado con respecto a lo de Marina, de hecho se había comprado el último tomo de Kick-Ass, y lo había leído toda la primera hora que había estado en la tienda. También aprovechó de bajar películas desde el computador de la tienda, había estado pensando en volver a ver Pulp Fiction así que en palabras simples, estaba sacando la vuelta como nunca lo había hecho durante los seis meses que llevaba de trabajo. Carlos en realidad odiaba el té, le hacía mal para el estómago, o por lo menos eso es lo que él le decía a todos los que le preguntaban. Eso sí, lo que no odiaba, era aquella escena de Pulp Fiction que ahora estaba presente en su pantalla, aquella parte en donde Butch (Bruce Willis) hacía su entrada triunfal en la pieza que estaba al fondo de la armería, en donde al abrir la puerta había encontrado al vendedor que lo había amenazado antes viendo como otro tipo se violaba a su jefe y enemigo, Marcellus Wallace. Carlos amaba esa escena, no por lo que estaba sucediendo en ella, sino porque había sido el remate de una de las mejores partes de toda la película. De repente el celular de Carlos empezó a vibrar. Le había llegado un mensaje de Marina en donde le entregaba la dirección de donde vivía Omar, diciéndole que el objetivo que tenía que cumplir era ver si éste estaba con alguna otra mujer o simplemente fijarse en como seguía su mundo sin ella. Agregándole además que para aumentar su interés en la situación, le pagaría una cierta cantidad de dinero que curiosamente sobrepasaba el monto que ganaba Carlos habitualmente en la tienda. Por lo mismo, es que Carlos al ver la oportunidad de dinero - que era bastante - y al comprobar que la situación no podía ser tan mala, ni mucho menos peligrosa, no lo pensó dos veces, y a la salida del trabajo se dirigió directamente a la casa de Omar, en donde metido entre los arbustos que estaban en el antejardín de su casa, observó como éste se estaba poniendo una peluca de color rosado en la cabeza, mientras se vestía con un traje de payaso de color verde limón. Carlos aguantándose la risa, se tiró de espaldas en el pasto, con las manos en la boca para no reirse. El sujeto era un imbécil, no había porque desconfiar de él. Carlos volvió a mirar por la ventana y observó que a Omar en su intimidad, le gustaba disfrazarse de diferentes cosas para luego mirarse en la ventana y practicar diferentes posturas, las cuales posteriormente dejaba registradas en la memoria de su cámara digital. Carlos no aguantaba la risa, no entendía porque había que preocuparse tanto de este sujeto, sino era más que un freak que le gustaba los juegos de roles. Por lo mismo es que decidió llamar a Marina para decirle que todo andaba bien y que no tenía de que preocuparse, que no le hiciera más perder el tiempo. Ésta insistió en que lo siguiera espiando, e incluso, que si podía meterse dentro de la casa para poder registrar sus cosas, Carlos iba a conseguir una mayor recompensa. Éste entendió que Marina de verdad estaba desesperada, y al darse cuenta de que la suma de dinero iba a ser aún más grande de lo acordado, decidió entrar. Eso sí, primero verificó que no hubiese nadie, y para su suerte, las luces ya estaban apagadas y no había rastro de que Omar andubiese paseándose por el living de la casa. Carlos decició saltar por el portón sin que nadie se diese cuenta, caminó por alrededor del patio para luego insertarse por la puerta de atrás hacia la cocina de la casa. Ahora la estaba pasando bien, hace tiempo que no sentía tanta adrenalina. Quizá su aburrida vida siempre había necesitado algo como esto. Sin embargo, en el interior de la casa, no vio nada más que diferentes disfraces botados en el piso, acompañados por aburridas revistas de decoración de interiores. Carlos ya se estaba imaginando lo que le iba a decir a Marina: "Aló, sí?, oye, en esa casa no había nada más que estupideces, siento decirlo, pero tu ex novio es un tonto, ahora lo único que me interesa es ver cuando nos reuniremos para lo del dinero, espero que no haya bajado la suma que me prometiste". Carlos tenía todo planeado menos que de un momento a otro una luz de color azul empezara a parpadear continuamente. Esta luz venía desde la habitación del fondo y provocó especial curiosidad en Carlos, que hizo que este caminara lentamente hasta la puerta de la pieza, para de esta forma averiguar de que se trataba todo. Desde adentro se escuchaban fuertes gemidos de dolor como si estuviesen golpeando a alguien. Entonces Carlos recordó los brazos de Marina y se retorció de rabia, pensó que este era el momento preciso para poder descubrir a Omar y culparlo frente a todo el mundo. Entonces abrió la puerta, Carlos cerró los ojos y con un grito desquiciado se insertó dentro de la habitación. Pero lo que Carlos vio frente a él fue lo más asqueroso que había visto en toda su vida, había sido victima de una trampa. Dentro de la pieza, y especificamente arriba de la cama, se encontraba Omar vestido de payaso, metiéndosela por el culo al tipo que supuestamente era su jefe y que había visto sólo un par de veces desde que estaba trabajando en la tienda de té. Éste viejo de unos cuarenta años aproximadamente tenía las manos amarradas detrás de su espalda estilo bondage, con una mordaza de pelota color cuero puesto en la boca. Golpeándose la cabeza en contra del borde de la cama, que a su vez, hacía que el interruptor de la lámpara que estaba en el velador de al lado se apretara solo. Carlos se sentía asqueado, con la cara deformada, perplejo, sin poder decir nada. Observó que Marina también estaba ahí, que se levantaba de la cama desnuda y que cerraba la puerta de la pieza con llave. Carlos estaba parado sin movimiento alguno, con las manos abiertas a un lado de sus muslos. Todo había sido un engaño. Todo le recordaba a esa maldita escena de Pulp Fiction que tanto le gustaba, pero que a diferencia de parecerse a Butch, quien luego de ver a Marsellus siendo violado, lograba escapar, aquí parecía no haber ninguna escapatoria. Por lo mismo, Omar, el jefe y Marina se acercaban a él con ojos diabólicos, así como si estuviesen esperando una respuesta, pero Carlos no tenía ninguna, nada realmente creativo se le vino a la mente.

viernes, 28 de junio de 2013

Fútbol

El fútbol es un deporte que se juega de once contra once. Once en el equipo local, once en el equipo visitante. En la cancha, aparte de los veintidós jugadores, existen cuatro árbitros que cumplen con la función de fiscalizar que todo ande según las normas existentes. Se cree que este deporte – qué es el más popular del mundo – fue creado en las islas británicas a finales de la edad media. Mi abuelo en cambio, recién lo empezó a jugar cuando tenía quince, por ahí por el año 1953. Según lo que me ha contado, nunca le interesó mucho el fútbol  andaba pendiente de otras cosas, era un joven muy aplicado, atento a las clases de carpintería que recibía en el colegio y a las órdenes que le daba su madre, la cual también cumplía órdenes ya que era la empleada de una gran hacienda en donde vivía un gran tipo. Una especie de hombre influyente, un empresario que extrañamente la miraba demasiado y que aún más extraño, mi abuelo nació teniendo los mismos rasgos que él tenía. Eso sí que era común en aquellos tiempos, pero pasaba desapercibido claramente, siempre alguien tenía que callar más de la cuenta. Al igual como se tuvo que callar mi abuelo quince años después de nacer, en donde hacia su primer encuentro con el balón, pateándolo por los patios del fundo en donde vivía, sin hacer mayor ruido para que no lo pudieran descubrir, esquivando las ramas de un bosque tenebroso, alcanzando con un palo la pelota que se había caído a un riachuelo y volviendo con esta misma ya en los brazos, limpia y brillante, a diferencia de su ropa que venía toda manchada y sucia, arrugada, destinada a ser escondida junto a la pelota en algún lugar en el que no la pudiese encontrar su madre, la misma que semanas después encontró todas las evidencias, reventó la pelota de fútbol  botó la ropa sucia y aporreó a su hijo, a mi abuelo, como si lo que hubiese hecho, hubiese sido la mayor de las maldades.

            El reencuentro que tuvo con la pelota de fútbol se dio cuando hizo el servicio militar, de vez en cuando los hacían jugar una pichanga y mi abuelo lo que más tenía claro, es que no era tan bueno golpeándola con los pies, sino que era bueno atajándola, teniéndola entre sus manos, recordando el momento en el que volvía con la ropa sucia, pero con la esférica más limpia que nada. Es por eso que años después tuvo la oportunidad de irse a probar a Club Deportes La Serena, en donde ganarse el puesto por ser el arquero titular, estaba complicado, los otros dos sujetos que estaban postulando eran más grande que él – a pesar de que mi abuelo midiera un metro ochenta – y es por eso que debía esmerarse mucho más. Mi abuelo al final consiguió el puesto. El director técnico terminó dándose cuenta de que los otros dos tipos eran unos alcohólicos y no se tomaban con seriedad el oficio. Mi abuelo en cambio sí, entrenaba casi todos los días, salía a trotar y le encantaba andar en bicicleta. De seguro esos fueron sus tiempos de gloria. El mismo me contaba lo bueno que era para atajar penales, me decía que el fútbol le daba alegrías, se sentía bien mantenerse en movimiento, lo hacía sentir más vivo que nunca, hasta se ruborizaba asimismo cuando se veía en el espejo y notaba lo cambiado que estaba, con más músculos que antes, con piernas firmes y brazos que tenían un buen color, un buen barniz. Fue tanto el impacto que causó mi abuelo siendo el arquero de un equipo chico, que el rumor de sus grandes dotes llegó hasta Santiago, hasta el Club Deportivo Universidad Católica. Dos hombres de lentes oscuros se sentaban a conversar en una oficina, hablaban de un Juan Leiva, un arquero desconocido que venía desde los cadetes de Club Deportes La Serena. Un arquero único en su especie, con una habilidad única para atajar penales. Tanto así que se le comparaba con el ruso Lev Yashin, “La araña negra”. El mejor arquero de todos los tiempos. La negociación se iba a hacer, ya estaba decidido, sólo faltaba la decisión de mi abuelo, de Juan Leiva, el arquero estrella. El deportista número uno de La Serena, qué ahora yacía pegado a una ventana, hablando cómodamente con una mujer de su misma edad, de pelo corto y cara delgada. Mirándola con cara de enamorado. Pasando semanas y semanas mirándola con cara de enamorado, olvidándose de los entrenamientos, dejándose estar. Olvidándose por completo de la pelota de fútbol que en un principio tuvo que callar, que luego le dio felicidades y que ahora estaba guardada en algún lugar, esperando a que él llegara y la tomara entre sus brazos al igual como cuando era pequeño. Pero mi abuelo ya no estaba atento, no estaba concentrado. Su focalización hacia el fútbol se había ido, él no entendía cómo, pero aun así se sentía bien con su nueva vida. Ahora tenía una argolla en su dedo, tenía responsabilidades. El fútbol se le fue escapando de las manos, y lo que fue tan importante para él, pasó de ser un placer, a ser un hobby que terminó muriéndose de un momento a otro. Mi abuelo ya no era arquero, la negociación con la Universidad Católica ya no existía, se había hecho polvo. De haber estado volando por los aires tapando una pelota, ahora sólo paseaba por la avenida Estadio, mirando entre las rejas de las ventanas como los equipos amateurs entrenaban los sábados por la mañana. Con los gritos de mis tíos, de mi tía, de mi mamá, exigiéndole diversas cosas que él en ese momento no podía procesar ya que su cabeza estaba en otra parte, estaba en el pasto y en las zapatillas, en el andar de la pelota, en el remordimiento de no haber seguido. Miraba a sus hijos y aparte de sentir amor, sentía rabia, llenaba su boca con alcohol y se sentaba los fines de semana a mirar televisión, evitando ver fútbol, evitando las ganas de sus hijos por saber sus anécdotas con la pelota. Envejeciendo hasta ahora, hasta sus 75 años, en donde todavía evita el tema, en donde evita pensar que el fútbol es un deporte que se juega de once contra once, en donde el prefirió dejar a diez en la cancha. Auto marginándose. Dejando al equipo con uno menos.

lunes, 20 de mayo de 2013

Barrio Dolores


Caminaba por la calle que estaba a la vuelta de mi casa. En realidad era la única calle en la que podía caminar tranquilo, en todas las demás me era imposible, me daba asco. Me encontraba con todas esas putas que me ofrecían su vagina como si fuesen esas vendedoras de parche-curita que nunca están cuando de verdad las necesitas. Una de esas putas de las calles que me dan asco me dijo algo muy sabio el otro día: "Te vas a morir pronto Carlos, no sigas intentando". Me lo dijo cuándo me la encontré saliendo de la verdulería. Ella estaba ahí plantada, con los pies en el suelo, descalzos, con un cigarrillo en la boca y mostrando su asqueroso ombligo como si fuese a provocarme algo. Cuando me dijo la frase que antes escribí, le respondí que debía lavarse los dientes, realmente olían mal. Le tiré unas monedas en el piso y le dije que me bailará algo, o que se la chupara al tipo de la tienda - pues lo necesitaba con urgencia - , o que se la chupara a alguien más. La mujercita de pies descalzos me miro con odio, trato de golpearme con su cartera pero la esquivé, doblé en la esquina y ella se quedó mirándome, con los ojos pegados en mí, haciéndome unas señas que no entendí. Yo simplemente me reí. Llegué hasta la calle que está a la vuelta de mi casa y me senté en una banca. Miré como los niños pequeños jugaban felices alejados de cualquier mierda que les pudiese arruinar la mente. Vi como mi vecino universitario se drogaba con sus amigotes desde el balcón de su casa. Él era un chico ejemplar, estaba haciendo un diplomado mientras estudiaba en la universidad. Yo le creía su cuento, él tenía algo que contar. Yo le escribía su cuento, a mí nadie me leía. Estaba tratando de parecerme a él, comprobando mi habilidad para copiar las identidades de los demás. Mi vecino sabía lo que hacía, se vestía con ropa reposada, trataba de verse un viejo y tan sólo tenía veinte años. De verdad no entiendo a esos idiotas. Esperan la moda siguiente y la anterior la desechan en el basurero. Se avergüenzan de aquellas épocas y tratan de llenar su cabeza con esas mierdas de los derechos humanos, con los derechos de los indígenas, con el matrimonio homosexual, con la marihuana y toda esa mierda psicoactiva que según ellos los hace ser mucho más intelectuales. ¿De cuándo que los intelectuales consiguen tener mujeres?, ¿de cuándo que son tan populares?, ¿desde cuándo vestirse como ellos resulta ser el grito de la última moda? NO ENTIENDO. No comprendo estas actitudes. No puedo comportarme como mi vecino, me satura, me asfixia, me enferma. Me duele la cabeza. Este hijo de puta sumado con las prostitutas, complementan mi día. Los niños pequeños también estuvieron hoy, lo sé. Los que estaban jugando felices alejados de la mierda, lo sé, sé que estuvieron. Pero no importan. Ellos aún no se dan cuenta de todo lo que sucede, déjenlos en paz. No quiero ser su amigo cuando ellos crezcan, prefiero estar muerto. No quiero seguir viendo como este vecindario repugnante me está matando. Y todo me resulta un problema, esa es la cuestión. Estoy sensible como una mariposa estúpida, con sus alas estúpidas y toda esa cosa ambigua que las hace ser admirables. Por eso es que en ese momento, cuando veía a mi vecino drogarse con sus amigotes y mientras pensaba en todo lo que antes dije, decidí hacer algo extraordinario, una obra de arte única para aquel imbécil que quiera acercarse a verla. Pasé por al lado de los pequeños que jugaban y les sonreí, muchos de ellos me saludaron, sabían que yo los quería a todos. Llegué hasta la puerta de mi casa, la abrí, le dije al gato que se fuera, que hiciera lo que quisiese, parecía que no me entendía, me dio igual. Abrí el cajón de mi escritorio y busqué con velocidad. No encontraba lo que quería. Me rascaba la cabeza y me pasaba los dedos de la mano por la nariz, extrañamente, sin estar enfermo, los mocos bajaron por mi bigote cuando me agaché. Odio la mucosidad, hay cosas que nuestro cuerpo no debería expulsar. Encontré lo que quería, me miré al espejo y me arreglé un poco la cabellera. Cada vez me parecía más a Johnny Cash. Dejé de hacerlo, caminé hasta la ventana de mi pieza y escupí hacia afuera. La vecina de al lado me vio mientras tendía la ropa, me miró feo, con cara fea, con rasgos feos. Le dije que entrara a su casa, que dejara de mirarme. No le importó, siguió haciéndolo. Hay gente que no entiende con palabras. Quizá era sorda, a quién le importa eso. Lo que sí es interesante es lo que viene ahora, lo que viene después del disparo en la cabeza de mi vecino joven, el que se vestía como un viejo y sólo tenía veinte años. Un disparo que no salió de mí revolver, que para mí sorpresa apareció desde la casa que está a mi derecha, la de mi vecino mayor. Un tipo parecido a Clint Eastwood que lo único que quería era paz, quizá ahora la encontró. Su cara me decía que sí. Buen disparo Clint, le grité. Gracias Carlos, estuve practicando. Y el vecino que se drogaba con sus amigotes caía muerto, sus amigos lo miraban y no podían explicárselo. Su madre lloraba, su padre se agarraba de los pelos de la cabeza. La policía llegaba y mi vecino del lado derecho, el que se parecía a Clint Eastwood se resistía a que se lo llevasen preso. Insistía en la idea de que había encontrado la paz. Toda la gente cambiaba la cara, los niños que jugaban alejados de la miseria, ahora eran parte de ella y yo no podía explicármelo. Mi vecina del lado izquierdo seguía mirándome, nada la movía, ni un disparo, ni la muerte, ni el vacío. Yo me sentía cansado, era hora de dormir. Había movimiento a mí alrededor, bulla, silencio, bulla de nuevo. El mundo no paraba y yo sentía como todo se estaba yendo por el retrete. Miré nuevamente la situación, saqué la cabeza por la ventana y las estrellas ya habían aparecido, estaban esperando a que yo las mirara. Guardé el revolver en el escritorio. Lo dejé ahí mismo en donde estaba antes, al lado de mis documentos. Siendo tan frágil, sin balas, vacío. Cómo siempre lo había estado. Bajé las escaleras y salí de mi casa. Me senté en el asfalto mientras apoyaba la cabeza con el brazo derecho. La gente pasaba alterada por al lado mío, los policías se llevaban a mí vecino, a Clint. Los autos que venían desde la carretera central pasaban rápido por al frente mío, buscando un atajo que los llevara a quizás donde. Todos se iban, todos estaban arrancando. Todos se fugaban, pero yo seguía sentado en el maldito asfalto mientras la cámara me grababa desde arriba, con una toma que en vez de acercarse, se alejaba. Se alejaba igual que todos los demás.

martes, 12 de febrero de 2013

12.-

Apuesto a recortar mi vida
como pedacitos
de un papel que nunca se ocupó.
Borrarme de la existencia humana
y desaparecer bajo el manto de fuego
que las balas dejaron suspendido
sobre mi cuerpo.

Añorar el cruel estrellado ancestral
y vomitar de ansias
el mejor discurso que alguna vez dije.
Apretar el botón
y leer "Rec"
                         Empezar a actuar
frente
                        a un mar
 de almas
perdidas
en su propio
                   ego.

lunes, 11 de febrero de 2013

La Ligua

Entonces mientras avanzaba por la ruta 5 directo a Santiago, vi a las muchachitas que venden dulces en La Ligua moviendo sus plumillas de color blanco bajo el sol y me detuve a charlar con una de ellas que estaba más alejada que el resto. "¿Cuántos quiere?", me dijo. Yo la miré y sonreí, le metí un balazo en la frente y la escondí en el maletero del auto. Avancé unos kilometros más y me estacioné al lado de la carretera. Abrí el maletero, la saqué, la dejé tirada en el piso, al lado de unos arboles. Le bajé los calzones y le hice el amor cómo a nadie se lo había hecho, ella tenía los ojos abiertos y la cabeza reventada. Los sesos se le salían con el vaivén de la penetración. Yo seguía sonriendo, nunca había sonreído tanto. Terminé eyaculando en su interior (ya que es de imbéciles acabar afuera) y prendí un cigarrillo, el sol brillaba como nunca, los arboles se movían tranquilos y las hojas descansaban boca abajo en el pasto. Me senté adelante de la muchacha muerta y la miré un momento. Luego cerré los ojos y respiré profundo. El lugar era perfecto. Los abrí y ahí estaba frente a mí el héroe de la historia. Un tipo con barba y bigote. Ojos verdes y una gran narizota, llevaba un gorro a lo vaquero y una pistola pequeñita, no me dijo nada, me disparó y yo grité de dolor. Luego de eso me robó el cigarrillo y lo empezó a fumar lentamente. Mis sentidos estaban muertos, no podía mover ni una parte de mi cuerpo. Sin embargo, aun podía observarlo todo. Así fue como mientras mi alma se iba suspendiendo por el aire, me fui percatando de a poco que me estaba muriendo. Estuve tranquilo, no había nada de que asustarse. Me sentía cómo una cámara de vídeo que agarrada de un globo con helio, iba grabando todo lo que sucedía ahí abajo. Así mismo vi cómo el vaquero me observaba parado en la superficie. Sabía que me iba yendo en esa dirección. Luego vi como llegaron a su lado dos patrullas de carabineros, unos que recogieron a la muchacha y otros que se la follaron al igual que yo. El vaquero ahora también estaba muerto, pero no lo vi subiendo por la misma dirección en la que iba yo. Algunos tiene un camino distinto por donde irse. ¿Quién sabe si fui yo el afortunado?

sábado, 2 de febrero de 2013

15.-

 El verano de 1994 con el del 2013 se unían de una forma peculiar. Se unían mediante recuerdos que mi mamá daba a conocer a los demás y que producían sensaciones diversas en cada uno de los oyentes que estaban en el lugar. Las primas chicas de mi amigo Osvaldo nadaban sumergidas en el río, mientras yo impulsaba mi cuerpo a que permaneciera quieto en la espera. La infaltable espera. Aturdida por el pacífico porvenir de los bosques y los cerros.

 ¡Un grito!
       Mil miradas...
             Una pausa.

 A mi lado, alguien que me explica lo que sucede. El trasero de mi abuelo había caído al piso mientras intentaba defecar y ahora todos corrían en su auxilio. Llegar a viejo debe ser duro, percatarse de aquello aun más.

El té estaba listo pero nadie lo quería beber. El final está cerca."The end is nigh" me decía Walter Kovacs al oído y "Comón, lets gou" me gritaba un desentendido en el tema.

 RESTART de la maquinaria nocturna y las serpientes sin cabeza lograban ahogarse bajo la tierra manchada con orina. Todo volvía a la normalidad, seguíamos siendo los mismos sujetos que respiraban en un principio. Todo volvía a la normalidad.
La sonrisa que se le formaba en el trasero a mi prima de quince me indicaba que todo estaba bien.

martes, 29 de enero de 2013

14.-

 En el patio de mi casa me siento como perdido. De verdad hay un mundo allá afuera, tenían razón mis abuelos. Una banquita verde que está que se cae, recibe a mi trasero y desde ahí observo cómo el pajarito cantor que está parado sobre el cable de electricidad invoca la danza primitiva de sus amigos mayores quienes lo miran desde el cielo y no acuden a su grito de ayuda. Mis dos perras mientras tanto duermen acurrucadas cerca del portón. A la Maca se le pone el hocico rosado y a la Diva se le pega toda la cara al piso. Ambas, aunque estén dormidas, están atentas a cada movimiento que yo de. Si es que me paro, ellas lo hacen, si es que me voy, ellas me siguen. Son inteligentes y buenas vigilantes, sin embargo, entre ellas no se llevan para nada bien. El otro día con mi papá hablábamos sobre aquello. Él decía que estás eran las dos perras que más mal se habían llevado en toda la historia de los perros boxer en nuestra casa.

 De la nada, nada, nada.

 Ambas se paran al escuchar la sirena de bomberos, levantan las orejas, se huelen y empiezan a aullar cómo si fuesen lobos, mirando fijamente al inmenso cielo que las observa desde arriba.

 Terminado aquello, se miran, se separan y se van a tirar a cualquier lugar con sombra que encuentren. Me acabo de percatar que ambas duermen de la misma forma, pegadas con el hocico al piso. ¿Será qué todos los perros duermen igual?

 Mi patio es grande y tiene dos perros. El mundo es grande y tiene seres humanos. Mi ciudad es grande y tiene sirenas sonando por entremedio de sus paredes. El cielo se oscurece de humo negro y se escuchan carabineros y ambulancias. Gritos diabólicos de personas santas.
Mis perras siguen durmiendo. Yo sigo escribiendo sentado en la banca de color verde.

*

A veces es más fácil que la cresta sentirse solo, pero en mi caso no se trata tanto de eso. Se trata más de sentirse visita en cualquier lugar. En la casa de mi papá, en la de mi mamá, en Santiago, donde mi tía. En la casa de mis amigos, etc... En todas me siento una visita, y obvio que lo más extraño es que me sienta visita en la casa de mis padres. Quizá siempre fui visita o quizá de un día para otro empecé a serlo. Voy más por la segunda. No es para nada fácil tener padres separados, todo el mundo lo sabe. Pero lo que realmente molesta de aquello es el tener que distribuirse de una casa a la otra y en ambas poner cara bonita para que todos se sientan bien. En las cenas importantes, en los cumpleaños y hasta en esas estúpidas juntas en donde toda la familia asiste y tus padres quieren que seas inmediatamente amigo de un primo de segundo grado que en tu puta vida viste. Aborrezco la unión familiar y tal vez sea el único. No tengo unión familiar. Tengo padres, mamá y papá, padrastro y madrastra, pero no una familia. No una en la que me sienta todos los Domingos en una enorme mesa a charlar con mis tíos y primos. Tampoco quiero una. Mi familia soy yo mismo, mi chica y mis mejores amigos. Esa es mi casa. La familia que alguna vez tuve me enseñó que en el recorrido de la casa de mi papá a la de mi mamá se encontraba mi verdadero hogar. Siempre situado al medio del camino. Agilizando los pies o arrastrándolos sin motivo alguno. Enseñándome al mismo tiempo que el encierro me asfixia, qué no puedo quedarme tranquilo en un solo lugar y qué por culpa de aquello llevo constantemente una guerrilla interior que me absorbe con sus inseguridades y confusiones. Soy un ser libre, un pájaro cantor. Distraído por gusto y ermitaño en ascenso. No de eso que viven en cuevas y comen lo que cagan, sino de esos que a pesar de que tengan todo el mundo a su lado sonriéndole, aun así se sienten solos dentro de su propio cuerpo. Un cuerpo que ni si quiera llegar a ser suyo. Qué al igual que todo lo antes dicho, también está de visita.