lunes, 2 de septiembre de 2013

Hijo de padres separados

La primera toma es a las manos de Carlos, a sus dedos moviéndose con rapidez, apretando botones, gruñendo con la boca abierta, tirando el control del Nintendo al piso, lleno de rabia, lleno de nostalgia. Super Mario había chocado nuevamente con un koopa, haciéndolo perder otra vida más en el juego. Haciéndolo perder todo. Game over para Super Mario. Game over para Carlos.

En la segunda toma se puede ver a Carlos sentado en la orilla de la cama, con el Nintendo apagado. Con la mirada pegada al piso, golpeando sus manos contra sus muslos, imaginando que son percusiones. Con el estómago que le suena porque tiene hambre, con las manos que le sudan porque está ansioso, con el sonido del timbre que resuena por toda la casa y que lo hace moverse rápidamente hacia la puerta de entrada, saliendo hacia el antejardín, abriendo la reja del portón y abrazando con todas sus fuerzas a su hijo pequeño. El que tuvo con Victoria hace unos 5 años, cuando todo estaba bien. Cuando podían comunicarse, sin tener que empezar a putearse por cualquier motivo. Victoria se despedía de Mike, le daba un beso en la mejilla y le decía que se portará bien, luego se alejaba. Carlos hacía pasar a Mike hacia el antejardín y luego se quedaba plantado ahí, mirando como Victoria caminaba hacia la esquina de la calle, abría la puerta de un auto y se sentaba en el lado del copiloto. Carlos cerraba los ojos y daba la vuelta, no quería ver quien estaba en el otro asiento.

O por lo menos es así como yo me imagino las cosas que no vi. Con mi papá estando destrozado por la separación, pasando las tardes jugando el viejo Nintendo que mi mamá le había regalado, siendo la víctima y no el victimario, no el culpable. De hecho, una vez hablando con mi mamá cuando ya tenía unos quince años, le pregunté sobre aquella imagen que tenía en la cabeza y me dijo que nunca había sido así, que ella esa vez andaba sola, que de hecho fue la única vez que me fue a dejar a la casa de mi papá ya que a él le correspondía irme a buscar, y no al revés. También me dijo que la escena de aquella vez, la situación, era totalmente distinta a como yo me la imaginaba. Qué Carlos era el que estaba con otra persona y que en ese tiempo a mí papá le cargaba verme. En fin, hasta el día de hoy, con respecto a lo que mi mamá me dijo, nunca supe si era verdad y nunca lo sabré. Para mí, ella era la que estaba mintiendo, pero en temas sobre padres separados jamás se sabe la verdad de las cosas. Siempre hay alguien que tiene que quedar peor que el otro.
Sin embargo, los mejores momentos de mi infancia los pasé con mi papá, quizá por eso es que siempre lo defiendo más que a cualquier otra persona. Y por lo mismo es que tengo un recuerdo junto a él que jamás se me ha olvidado.

Cuando yo tenía ocho años de edad, con mi papá solíamos pasar tardes enteras viendo dibujos animados en la tele. Él a pesar de tener más de 35, seguía viviendo con su madre, mi abuela. En una casa que estaba justo en el centro de la ciudad de La Serena. Al frente de un colegio para retrasados y al lado de un hostal que en su frontis estaba rayado completamente con graffitis. Garabatos que no tenían nada que ver con los dibujos que veíamos en la tele. Nada que ver con el especial de Bob Esponja en el Nickelodeon, ni nada que ver con la idea que tanto a mí como a mi papá se nos había metido en la cabeza, aquella tarde de sábado donde no teníamos nada útil que hacer.

Recuerdo muy bien que mi abuela no estaba en la casa, alguna de mis tías la había llevado a un bingo que una de sus amigas había organizado, y es por eso que estábamos solos, hambrientos y sin dinero alguno. En ese tiempo mi papá no hacía nada más que holgazanear. Como vivía con mi abuela, no tenía ningún gasto y por consiguiente no tenía plata para poder gastar. Por lo mismo es que al escucharme rogándole de que saliéramos, que fuésemos a comer al mall o que hiciéramos cualquier cosa que requería de un gasto, decidió dejarme por un momento solo en su pieza, caminando hacia la pieza de mi abuela, encerrándose por un momento, para luego salir con una sonrisa gigante en la cara, diciéndome que llevara la toalla para la playa, que íbamos a salir. Yo sabía que le había robado a mi abuela, pero en ese momento no me importó. Según yo, mi papá estaba haciendo un acto heroico.

Cuando llegamos a la playa, recuerdo que el sol estaba más fuerte que nunca. Mi papá de hecho después de dejar el auto estacionado a las afueras de un hotel que estaba repleto de turistas, se puso unos lentes de sol que eran enormes y se sacó la polera. Me dijo: “Hueón, ya po, dime cómo me veo”. Y yo le dije: “Viejo po”. Y ambos nos matamos de la risa. Eso era lo mejor de la relación con mi papá, nos tratábamos como si fuésemos mejores amigos, como hermanos. Él creía que esa era la fórmula y la verdad es que siempre le resultó, hasta ahora.

Lo que vino después fue lo que hacíamos siempre cuando íbamos a la playa. Primero estirábamos las toallas en la arena, nos tirábamos arriba de ellas y nos echábamos bloqueador. Bueno en realidad el único que se echaba bloqueador era yo, mi papá es de esa generación en donde el bronceador que te deja la piel color zanahoria era lo más grosso, lo más neto. Luego nos levantábamos e íbamos a jugar a las paletas. La imagen era así, mi papá caminando delante de mí mientras yo iba detrás arreglándome el traje de baño para que no se me cayera. Recuerdo que esa vez conté las pecas que tenía en la espalda: doscientas veintitrés. Así de preciso fui y lo recordé hasta el día de hoy. Su espalda era gigante, como la de un nadador, bien cuidada y de un brillante color naranja, color zanahoria. A pesar de eso, las pequitas color rojo que tenía igual resaltaban, tanto así como la pelada de un viejo gordo que también estaba jugando a la paletas con su hijo, pero estaba más adelante que nosotros. Recuerdo que él fue al que le achunté. Precisamente en ese espacio horrible sin pelos, ahí en la franciscana. Lo más cómico es que nunca se dio vuelta para mirarnos feo o para retarme. Yo creo que se murió de vergüenza, más aún con la risa de mi papá como soundtrack de ese tan absurdo momento. Yo a primera instancia no sabía si reírme o quedarme callado, pero cuando vi a mi papá, a Carlos Ramírez, el mejor papá del mundo, tirado en el piso, riéndose como un niño de ocho años, al igual que yo, fui corriendo hacia él y me tiré a su lado, sintiendo que la risa me provocaba un dolor tan fuerte en el estómago, que por un momento llegué a asustarme, pero luego se pasó y me relajé, me quedé al lado de mi papá mirando el mar, siendo cómplices de como un borracho se bañaba con ropa y gritaba al viento: “Soy un gato rosado y alcohólico, soy un gato rosado y alcohólico, soy un gato, rosado, alcohólico, soy, un” y luego se hundía, y movía las manos y de repente se sentía sobrio, y gritaba que lo ayudaran que se estaba ahogando. Y yo que me preocupaba, pero mi papá no, se reía, le provocaba risa, no entendía por qué pero siempre todo le causaba gracia. Lo más raro es que al rato después lo veía pausado, reflexivo, como melancólico. Siempre teniendo esa actitud bipolar. Recuerdo que una vez alguien me explicó que eso era normal, o casi normal. Qué a todos nos pasaba de vez en cuando, pero de una forma u otra, sentía que lo de mi papá era diferente. Él era un ser especial. Tan especial que al verse con un montón de dinero en las manos, siempre la gastaba de inmediato. De hecho, ese mismo día, después de ir a la playa y ver como sacaban en helicóptero al borracho que se estaba ahogando, fuimos al supermercado y se gastó toda la plata que tenía en golosinas. En chocolates y bolsas de frugelés, en papas fritas y en una Pepsi de tres litros. Para de esta forma quedar nuevamente sin nada de dinero, en la precariedad absoluta. Esa es la palabra: precariedad. Siento que esa es la palabra que podría definir a mi papá en aquel tiempo. Cuando pasaba las tardes solo junto al Nintendo, mirando como Super Mario se moría una y otra vez, y luego volvía a aparecer como si nada hubiese pasado. Cuando me tenía junto a él sólo unas horas. Cuando se gastaba todo el dinero que le había robado a mi abuela en golosinas, para luego terminar comiéndoselas él solo. Mirando desde el portón de la casa del centro de La Serena como yo me subía a la parte de atrás del auto de mi mamá, en donde levantaba la vista y me percataba de que ella siempre había estado en el asiento del copiloto, en donde me percataba de la existencia de aquella sombra negra que estaba al volante, que no me permitía despedirme de mi papá, que no me dejaba ver cómo nos íbamos alejando el uno del otro.