viernes, 28 de junio de 2013

Fútbol

El fútbol es un deporte que se juega de once contra once. Once en el equipo local, once en el equipo visitante. En la cancha, aparte de los veintidós jugadores, existen cuatro árbitros que cumplen con la función de fiscalizar que todo ande según las normas existentes. Se cree que este deporte – qué es el más popular del mundo – fue creado en las islas británicas a finales de la edad media. Mi abuelo en cambio, recién lo empezó a jugar cuando tenía quince, por ahí por el año 1953. Según lo que me ha contado, nunca le interesó mucho el fútbol  andaba pendiente de otras cosas, era un joven muy aplicado, atento a las clases de carpintería que recibía en el colegio y a las órdenes que le daba su madre, la cual también cumplía órdenes ya que era la empleada de una gran hacienda en donde vivía un gran tipo. Una especie de hombre influyente, un empresario que extrañamente la miraba demasiado y que aún más extraño, mi abuelo nació teniendo los mismos rasgos que él tenía. Eso sí que era común en aquellos tiempos, pero pasaba desapercibido claramente, siempre alguien tenía que callar más de la cuenta. Al igual como se tuvo que callar mi abuelo quince años después de nacer, en donde hacia su primer encuentro con el balón, pateándolo por los patios del fundo en donde vivía, sin hacer mayor ruido para que no lo pudieran descubrir, esquivando las ramas de un bosque tenebroso, alcanzando con un palo la pelota que se había caído a un riachuelo y volviendo con esta misma ya en los brazos, limpia y brillante, a diferencia de su ropa que venía toda manchada y sucia, arrugada, destinada a ser escondida junto a la pelota en algún lugar en el que no la pudiese encontrar su madre, la misma que semanas después encontró todas las evidencias, reventó la pelota de fútbol  botó la ropa sucia y aporreó a su hijo, a mi abuelo, como si lo que hubiese hecho, hubiese sido la mayor de las maldades.

            El reencuentro que tuvo con la pelota de fútbol se dio cuando hizo el servicio militar, de vez en cuando los hacían jugar una pichanga y mi abuelo lo que más tenía claro, es que no era tan bueno golpeándola con los pies, sino que era bueno atajándola, teniéndola entre sus manos, recordando el momento en el que volvía con la ropa sucia, pero con la esférica más limpia que nada. Es por eso que años después tuvo la oportunidad de irse a probar a Club Deportes La Serena, en donde ganarse el puesto por ser el arquero titular, estaba complicado, los otros dos sujetos que estaban postulando eran más grande que él – a pesar de que mi abuelo midiera un metro ochenta – y es por eso que debía esmerarse mucho más. Mi abuelo al final consiguió el puesto. El director técnico terminó dándose cuenta de que los otros dos tipos eran unos alcohólicos y no se tomaban con seriedad el oficio. Mi abuelo en cambio sí, entrenaba casi todos los días, salía a trotar y le encantaba andar en bicicleta. De seguro esos fueron sus tiempos de gloria. El mismo me contaba lo bueno que era para atajar penales, me decía que el fútbol le daba alegrías, se sentía bien mantenerse en movimiento, lo hacía sentir más vivo que nunca, hasta se ruborizaba asimismo cuando se veía en el espejo y notaba lo cambiado que estaba, con más músculos que antes, con piernas firmes y brazos que tenían un buen color, un buen barniz. Fue tanto el impacto que causó mi abuelo siendo el arquero de un equipo chico, que el rumor de sus grandes dotes llegó hasta Santiago, hasta el Club Deportivo Universidad Católica. Dos hombres de lentes oscuros se sentaban a conversar en una oficina, hablaban de un Juan Leiva, un arquero desconocido que venía desde los cadetes de Club Deportes La Serena. Un arquero único en su especie, con una habilidad única para atajar penales. Tanto así que se le comparaba con el ruso Lev Yashin, “La araña negra”. El mejor arquero de todos los tiempos. La negociación se iba a hacer, ya estaba decidido, sólo faltaba la decisión de mi abuelo, de Juan Leiva, el arquero estrella. El deportista número uno de La Serena, qué ahora yacía pegado a una ventana, hablando cómodamente con una mujer de su misma edad, de pelo corto y cara delgada. Mirándola con cara de enamorado. Pasando semanas y semanas mirándola con cara de enamorado, olvidándose de los entrenamientos, dejándose estar. Olvidándose por completo de la pelota de fútbol que en un principio tuvo que callar, que luego le dio felicidades y que ahora estaba guardada en algún lugar, esperando a que él llegara y la tomara entre sus brazos al igual como cuando era pequeño. Pero mi abuelo ya no estaba atento, no estaba concentrado. Su focalización hacia el fútbol se había ido, él no entendía cómo, pero aun así se sentía bien con su nueva vida. Ahora tenía una argolla en su dedo, tenía responsabilidades. El fútbol se le fue escapando de las manos, y lo que fue tan importante para él, pasó de ser un placer, a ser un hobby que terminó muriéndose de un momento a otro. Mi abuelo ya no era arquero, la negociación con la Universidad Católica ya no existía, se había hecho polvo. De haber estado volando por los aires tapando una pelota, ahora sólo paseaba por la avenida Estadio, mirando entre las rejas de las ventanas como los equipos amateurs entrenaban los sábados por la mañana. Con los gritos de mis tíos, de mi tía, de mi mamá, exigiéndole diversas cosas que él en ese momento no podía procesar ya que su cabeza estaba en otra parte, estaba en el pasto y en las zapatillas, en el andar de la pelota, en el remordimiento de no haber seguido. Miraba a sus hijos y aparte de sentir amor, sentía rabia, llenaba su boca con alcohol y se sentaba los fines de semana a mirar televisión, evitando ver fútbol, evitando las ganas de sus hijos por saber sus anécdotas con la pelota. Envejeciendo hasta ahora, hasta sus 75 años, en donde todavía evita el tema, en donde evita pensar que el fútbol es un deporte que se juega de once contra once, en donde el prefirió dejar a diez en la cancha. Auto marginándose. Dejando al equipo con uno menos.