El fútbol es un deporte que se juega de once contra once. Once en el equipo local,
once en el equipo visitante. En la cancha, aparte de los veintidós jugadores,
existen cuatro árbitros que cumplen con la función de fiscalizar que todo ande
según las normas existentes. Se cree que este deporte – qué es el más popular
del mundo – fue creado en las islas británicas a finales de la edad media. Mi
abuelo en cambio, recién lo empezó a jugar cuando tenía quince, por ahí por el
año 1953. Según lo que me ha contado, nunca le interesó mucho el fútbol andaba
pendiente de otras cosas, era un joven muy aplicado, atento a las clases de
carpintería que recibía en el colegio y a las órdenes que le daba su madre, la
cual también cumplía órdenes ya que era la empleada de una gran hacienda en
donde vivía un gran tipo. Una especie de hombre influyente, un empresario que
extrañamente la miraba demasiado y que aún más extraño, mi abuelo nació
teniendo los mismos rasgos que él tenía. Eso sí que era común en aquellos
tiempos, pero pasaba desapercibido claramente, siempre alguien tenía que callar
más de la cuenta. Al igual como se tuvo que callar mi abuelo quince años
después de nacer, en donde hacia su primer encuentro con el balón, pateándolo
por los patios del fundo en donde vivía, sin hacer mayor ruido para que no lo
pudieran descubrir, esquivando las ramas de un bosque tenebroso, alcanzando con
un palo la pelota que se había caído a un riachuelo y volviendo con esta misma
ya en los brazos, limpia y brillante, a diferencia de su ropa que venía toda
manchada y sucia, arrugada, destinada a ser escondida junto a la pelota en
algún lugar en el que no la pudiese encontrar su madre, la misma que semanas
después encontró todas las evidencias, reventó la pelota de fútbol botó la
ropa sucia y aporreó a su hijo, a mi abuelo, como si lo que hubiese hecho,
hubiese sido la mayor de las maldades.
El reencuentro que tuvo con la
pelota de fútbol se dio cuando hizo el servicio militar, de vez en cuando los
hacían jugar una pichanga y mi abuelo lo que más tenía claro, es que no era tan
bueno golpeándola con los pies, sino que era bueno atajándola, teniéndola entre
sus manos, recordando el momento en el que volvía con la ropa sucia, pero con
la esférica más limpia que nada. Es por eso que años después tuvo la
oportunidad de irse a probar a Club Deportes La Serena, en donde ganarse el
puesto por ser el arquero titular, estaba complicado, los otros dos sujetos que
estaban postulando eran más grande que él – a pesar de que mi abuelo midiera un
metro ochenta – y es por eso que debía esmerarse mucho más. Mi abuelo al final
consiguió el puesto. El director técnico terminó dándose cuenta de que los
otros dos tipos eran unos alcohólicos y no se tomaban con seriedad el oficio.
Mi abuelo en cambio sí, entrenaba casi todos los días, salía a trotar y le
encantaba andar en bicicleta. De seguro esos fueron sus tiempos de gloria. El
mismo me contaba lo bueno que era para atajar penales, me decía que el fútbol le daba alegrías, se sentía bien mantenerse en movimiento, lo hacía sentir más
vivo que nunca, hasta se ruborizaba asimismo cuando se veía en el espejo y
notaba lo cambiado que estaba, con más músculos que antes, con piernas firmes y
brazos que tenían un buen color, un buen barniz. Fue tanto el impacto que causó
mi abuelo siendo el arquero de un equipo chico, que el rumor de sus grandes
dotes llegó hasta Santiago, hasta el Club Deportivo Universidad Católica. Dos
hombres de lentes oscuros se sentaban a conversar en una oficina, hablaban de
un Juan Leiva, un arquero desconocido que venía desde los cadetes de Club
Deportes La Serena. Un arquero único en su especie, con una habilidad única
para atajar penales. Tanto así que se le comparaba con el ruso Lev Yashin, “La
araña negra”. El mejor arquero de todos los tiempos. La negociación se iba a
hacer, ya estaba decidido, sólo faltaba la decisión de mi abuelo, de Juan
Leiva, el arquero estrella. El deportista número uno de La Serena, qué ahora
yacía pegado a una ventana, hablando cómodamente con una mujer de su misma
edad, de pelo corto y cara delgada. Mirándola con cara de enamorado. Pasando
semanas y semanas mirándola con cara de enamorado, olvidándose de los
entrenamientos, dejándose estar. Olvidándose por completo de la pelota de fútbol que en un principio tuvo que callar, que luego le dio felicidades y que
ahora estaba guardada en algún lugar, esperando a que él llegara y la tomara
entre sus brazos al igual como cuando era pequeño. Pero mi abuelo ya no estaba
atento, no estaba concentrado. Su focalización hacia el fútbol se había ido, él
no entendía cómo, pero aun así se sentía bien con su nueva vida. Ahora tenía
una argolla en su dedo, tenía responsabilidades. El fútbol se le fue escapando
de las manos, y lo que fue tan importante para él, pasó de ser un placer, a ser
un hobby que terminó muriéndose de un momento a otro. Mi abuelo ya no era
arquero, la negociación con la Universidad Católica ya no existía, se había
hecho polvo. De haber estado volando por los aires tapando una pelota, ahora
sólo paseaba por la avenida Estadio, mirando entre las rejas de las ventanas
como los equipos amateurs entrenaban los sábados por la mañana. Con los gritos
de mis tíos, de mi tía, de mi mamá, exigiéndole diversas cosas que él en ese
momento no podía procesar ya que su cabeza estaba en otra parte, estaba en el
pasto y en las zapatillas, en el andar de la pelota, en el remordimiento de no
haber seguido. Miraba a sus hijos y aparte de sentir amor, sentía rabia,
llenaba su boca con alcohol y se sentaba los fines de semana a mirar
televisión, evitando ver fútbol, evitando las ganas de sus hijos por saber sus
anécdotas con la pelota. Envejeciendo hasta ahora, hasta sus 75 años, en donde
todavía evita el tema, en donde evita pensar que el fútbol es un deporte que se
juega de once contra once, en donde el prefirió dejar a diez en la cancha. Auto
marginándose. Dejando al equipo con uno menos.